miércoles, 22 de junio de 2011
La que huye
En aquel gris amanecer
vi a la que huye con el corazón roto,
a través de los ruinosos edificios de la antigua ciudad.
Espectadora silenciosa de su propio palacio derruido.
Sus gritos desesperados destrozaban el silencio
en aquella extraña y desconocida oscuridad.
Sólo yo pude sentirla, anhelarla...
acariciar sus sueños ya destrozados, entre sollozos,
lágrimas eternas que rasgaban la piel en mi propia desesperación.
Bajo la lluvia de los fragmentos de ideales muertos,
pedazos de orgullo sin sentido,
observaba su gran derrota entre el dulce licor de su propio veneno,
ciega de delirante ilusión.
Los ojos vacíos desataron la guerra final.
Los edificios desgastados caían a sus pies,
banderas desgarradas,
un imperio destruido, frío mármol sucio, hielo…
¡ese era su templo!
Bajé la mirada, incapaz de soportar tanta destrucción.
Le había entregado mi devoción, la gloria perdida de un sueño compartido,
rituales de apasionada expectación.
Su frío aliento desgarró cualquier esperanza,
los ideales fueron pisoteados y los símbolos perdieron su valor.
El viejo dios murió ante su decadencia, entre gritos de dolor.
Extendió la bandera del triunfo…
y pagó el precio de la victoria.
Se arrancó el alma, ya desgastada,
y arrojó sus palabras a un turbulento suspirar.
Huyó, entre las sombras,
y ya jamás pudo regresar.
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