El discípulo miró al maestro en la profundidad de la tarde.
Maestro, ¿es bueno para el sabio demostrar su inteligencia?
A veces puede ser bueno y honorable permitir que los hombres te
rindan honores.
¿Sólo a veces?
Otras puede acarrearle al sabio multitud de desgracias. Es lo que
les sucedió a los tres príncipes de Serendip que utilizaron distraídamente
su inteligencia. Habían sido educados por su padre, que era arquitecto del
gran Sha de Persia, con los mejores profesores y ahora se encaminaban en un viaje hacia la India para servir al gran mogol, del que habían oído su gran aprecio por el Islam y la sabiduría. Sin embargo, tuvieron un percance en su camino.
¿Qué les pasó?
Una tarde como esta, caminaban rumbo a la ciudad de Kandahar,
cuando uno de ellos afirmó al ver unas huellas en el camino: “Por aquí ha
pasado un camello tuerto del ojo derecho”.
¿Cómo pudo adivinar semejante cosa con tanta exactitud?
Había observado que la hierba de la parte derecha del camino, la
que daba al río, y por tanto la más atractiva, estaba intacta mientras la
de la parte izquierda, la que daba al monte y estaba más seca, estaba
consumida. El camello no veía la hierba del río.
¿Y los otros príncipes?
El segundo, que era más sabio, dijo: “le falta un diente al camello”.
¿Cómo podía saberlo?
La hierba arrancada mostraba pequeñas cantidades masticadas y
abandonadas.
¿Y el tercero?
Era mucho más joven pero aun más perspicaz y, como es natural, en los hijos pequeños, más radical al estar menos seguro de sí mismo. Dijo: “El camello está cojo de una de las dos patas de atrás. La izquierda, seguro”
¿Cómo lo sabía?
Las huellas eran más débiles en este lado.
¿Y ahí acabaron las averiguaciones?
No. El mayor, picado en esta competencia, afirmó: Por mi puesto
de arquitecto mayor del reino que este camello llevaba una carga de
mantequilla y miel.
Pero, eso es imposible de adivinar.
Se había fijado en que en un borde del camino había un grupo de hormigas que comía en un lado y en el otro se había concentrado un verdadero enjambre de abejas, moscas y avispas.
Se trata de un difícil reto para los otros dos hermanos.
El segundo hermano bajó de su montura y avanzó unos pasos. Era el más mujeriego del grupo por lo que no es extraño que afirmara: “En el camello iba montada una mujer”. Y se puso rojo de excitación al pensar en el pequeño y grácil cuerpo de la joven, porque hacía días que habían salido de la ciudad de Djem y no habían visto ninguna mujer aun.
¿Cómo pudo saberlo?
Se había fijado en unas pequeñas huellas de pies sobre el barro
del costado del río.
¿Por qué había bajado? ¿Tenía sed?
El tercer hermano, absolutamente herido en su orgullo de
adolescente por la inteligencia de los dos mayores, afirmó: “Es una mujer
que se encuentra embarazada, hermano. Tendrás que esperar un tiempo para cumplir tus deseos”.
Eso es aun más difícil de saber.
Se había percatado que en un lado de la pendiente había orinado
pero se había tenido que apoyar con sus dos manos porque le pesaba el cuerpo al agacharse.
Los tres hermanos eran muy listos.
Sin embargo, su sabiduría les trajo muchas desgracias.
¿Por qué?
Por su soberbia de jóvenes. Al acercarse a la ciudad, contemplaron
un mercader que gritaba enloquecido. Había desaparecido uno de sus camellos y una de sus mujeres. Aunque estaba más triste por la pérdida de la carga que llevaba su animal y echaba la culpa a su joven esposa que también había desaparecido.
¿Era tuerto tu camello del ojo derecho?, le dijo el hermano mayor.
Sí, le dijo el mercader intrigado.
¿Le faltaba algún diente?
Era un poco viejo, dijo rezongando y se había peleado con un
camello más joven.
Estaba cojo de la pata izquierda trasera.
Creo que sí, se le había clavado la punta de una estaca.
Llevaba una carga de miel y mantequilla.
Una preciosa carga, sí.
Y una mujer.
Muy descuidada por cierto, mi esposa.
Qué estaba embarazada.
Por eso se retrasaba continuamente con sus cosas. Y yo, pobre de
mí, la dejé atrás un momento. ¿Dónde los habéis visto?
No hemos visto jamás a tu camello ni a tu mujer, buen hombre, le
dijeron los tres príncipes riéndose alegremente.
El discípulo también rió.
Eran muy sabios.
Sí, pero el buen mercader estaba muy irritado. Cuando los vecinos
del mercado le dijeron que habían visto tres salteadores tras su camello y
su mujer, los denunció.
¿Pero, ellos tenían razón?
Los perdió su soberbia juvenil. Habían señalado todas esas características del camello con tanta exactitud que ninguno les creyó cuando afirmaron no haber visto jamás al camello. Y se habían reído del mercader, había muchos testigos. Fueron llevados a la cárcel y condenados a muerte ya que en Kandahar el robo de camellos es el peor delito, más que el rapto de esposas.
Que triste destino para los sabios.
La cosa no acabó tan mal. La esposa se había escapado y pudo llegar antes de que los desventaran en la plaza pública como era costumbre para castigar a los ladrones de camellos. El poderoso emir de Kandahar se
divirtió bastante con la historia y nombró ministros a los tres príncipes.
Por cierto, que el segundo hermano se casó con la muchacha que estaba bastante harta del mercader.
La sabiduría tiene su premio.
La casualidad los salvó y aprendieron a ser mucho más prudentes a la hora de manifestar su inteligencia ante los demás.
Fuente: Hasht Bihist (los ocho paraísos)-Amir Krusha
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